Sin saber por qué, cogió su agenda de teléfonos y empezó a marcarlos uno a uno. Hay personas que nunca cambian de casa, de mujer o de costumbres. Él nunca había cambiado de agenda, así que, al correr de un par de décadas y algo más, en el librito se habían amontonado las anotaciones nerviosas y apresuradas y las hojas, en su mayoría, habían adquirido la pátina de lo muy sobado, como si su lista de contactos fuese una antigüedad de gran valor. Empezó
por la A y encontró un primer teléfono a nombre de Ana.
Sin más. Le picó la curiosidad de saber quién fue
esa Ana, pero no consiguió recordarlo. Se sintió ofendido
por su memoria, incapaz de definir los perfiles de ese ser que un día
mereció inaugurar una letra de su
agenda. Marcó el teléfono y, en efecto, una mujer contestó.
Se dijo que era de esperar. Le consoló pensar que estrenó su agenda cuando era estudiante en la facultad y que aquella Ana sería cualquier Ana que tenía unos apuntes que él necesitaba. Le era preciso pensar eso. Si en ese momento se hubiese admitido que no saber, ni poder saber, era empezar a perder algo de sí mismo, habría abandonado con todas sus consecuencias. Pero la vida le había enseñado a ser escéptico, incluso respecto de sus propios sentimientos. Probó
con la C. La inauguraba un teléfono perteneciente a Corp. Landa.
Era fácil adivinar (eso hizo, adivinar) que Corp significaba Corporación.
Una empresa presidiendo su agenda. ¿Por qué? No consiguió
recordarlo. Y marcó. No
le parecía bien pero, en el fondo, comprendía. Por eso colgó.
Decidió entonces buscar entre los teléfonos antiguos uno
de alguien que supiese quién
era. En la Z encontró a un tal Zurita que sí recordaba.
Había sido su profesor en la universidad. Le impresionó
recordar por qué tenía su teléfono. Un verano, él
se marchaba a trabajar fuera de la ciudad y necesitaba saber si había
aprobado el parcial final antes de salir las papeletas, así que
le llamó. Casi treinta años después lo volvió
a hacer, pero Zurita no estaba. La verdad es que Zurita había muerto,
según le informó una femenina voz adolescente, prendida
de amabilidad, que dijo pertenecer a su hija menor. Colgó
abruptamente y, acto seguido, tachó, en gesto inútil, el
nombre de Zurita y el teléfono de la agenda. Su librito era mentira.
No contaba verdades, no conservaba lo real y, haciendo crueles guiños
irónicos, destacaba las referencias de aquéllos para quienes
él nunca había significado gran cosa, ni siquiera en el
pasado. Todavía hizo otra llamada. Llamó al primer teléfono
de la M, adjudicado a Manu, así. El detalle le hizo pensar que
algún día Manu y él tuvieron confianza. La
señal de conexión cortada se burló de él.
Paradójicamente, se sintió bien. Había aceptado su
destino. Ahora sí recordaba algo, y ese algo era la razón
de que hubiese cogido su agenda. Tenía que llamar a un teléfono,
una anotación reciente, un motivo reciente, una reciente realidad.
Lo demás era accesorio. Así que marcó, por fin, sabiendo
adónde llamaba y para qué. Colgó y cerró su agenda. Caminó hacia la cocina y, una vez allí, la depositó en una bolsa, junto al resto de los desechos del día.
|