A
la memoria de las meretrices caídas en el ejercicio.
A la Sandra, mi puta ideal Alicia, la delicia. La puta más honrada, según sus propias palabras. Aquella que no necesitaba de un burdel con foco rojo para trabajar, ni de vender cervezas, ni hacer sonar rancheras libidinosas, ni de afiches pornográficos, ni de proxenetas. Alicia, la delicia de los primerizos. Vivía y cogía en casa alquilada, cerca del barrio La Bolsa. La sala era sagrada, fresca y limpia, olorosa a sahumerios de estoraque y ruda. Más sagrado era su cuarto, no sólo por la cantidad de estampas de santos que la adornaban, sino porque ahí no se acostaba con nadie. Aún más sagrada, la habitación de Laurita, su muy preciosa nena quinceañera, que navegaba por el pueblo sin que nadie se atreviese a vituperar la puta condición de su madre, quizá por lo bonita y angelical que resultaba para los hombres, o porque en el fondo todas las viejas habladoras envidiaban la vida de las rameras, pues la Alicia se echaba diez clientes diarios, durante una semana y no necesitaba trabajar todo un mes. A las seis menos cuatro se abría el portón del patio y bajo un frondoso árbol de papaturro se congregaban los que esa noche gozarían de las delicias ilusorias de la dama de todos. Fumaban, pero no bebían aguas espirituosas; debían charlar suave para no perturbar la hora de los deberes de Laurita, y sobre todo, nadie debía hablar chabacanadas. “No necesito cafiche, cabrones, yo sola me basto para sacarlos a garrotazos de aquí si me faltan al respeto. Soy puta... pero honrada”, advertía antes de iniciar la sesión. Un cuarto a las siete entraba a un cuchitril oscuro, de madera y láminas viejas. “¡Que pase el primero!”, anunciaba con voz de emperatriz exiliada. Su vestido era austero, de tela ordinaria y rala, estampado con grandes flores de colores pastel, que dejaba entrever la silueta de sus ancas de mula y sus agrestes piernas blancas. Tendría algunos cuarenta o cuarenta y dos años, no le sonreía a nadie, pero a nadie jodía por gusto. Se miraba limpia y olía a perfume barato, cuatro rosas o friné; aunque en su tez la vida le había cobrado cien arrugas que trataba de ocultar con polvos de vanidad. Dicen los que recuerdan su historia, que un día llegó proveniente de Acajutla. Despampanante, ataviada con una corta falda de cuero negro y una blusa de brillantes perifollos. Adolescente, con más de siete mil trescientas vergas en su haber, orgullosa por que sabía que era la puta más linda de aquí y de donde fuera. Alicia, la delicia, llegaba a Ozatlán contratada por el burdel de la pelo de oro, para saciar la avidez de tanto macho sin dueña que habitaba en esos dorados tiempos este pueblo. El recibimiento fue espectacular. Dos mariachis, cuatro combos y la Banda Regimental; ocho mil setecientas cervezas claras y cuatro mil trescientas setenta y siete oscuras. El burdel rebosaba de lujuria. Las putas veteranas miraban con befa a la festejada. “Te aseguro que no lo mueve como nosotras, sólo es el puro cuero”, le decía la una a la otra. Pero los resultados lo dijeron todo: cuarenta y ocho garañones diarios, doscientos cuarenta en los cinco días que duró la celebración, desde el sábado de dolores hasta el miércoles santo. Jueves y viernes no trabajó, por respeto a la Semana Mayor. Las pobres veteranas emigraron hacia Puerto El Triunfo y Alicia, la delicia, reinó sola por sesenta días y sus noches hasta que la venció la primera gonorrea, acompañada de una caterva de alborotadas ladillas. El lecho era un vejestorio de palo y cordeles de pita, con un petate de palma sobre el cual vendía sus donaires. Para los menesteres no usaba calzón, sólo se subía la falda hasta la cintura y abría las piernas de par en par. Un candil de kerosene alumbraba la escena. -Sáquesela pues- ordenaba con respeto, tendiendo sus manos tibias para recibirla, acariciarla mientras se erigía y pajearla suavemente hasta sentirla reventar. Entonces musitaba cariñosa: “súbase y acabe rápido... ¡sin tocar!”. Posición normal, nada de vueltas y revueltas, nada de por el chiquito, ni de ver las tetas; sin acercar la trompa a la de ella porque mandaba al carajo a cualquiera aunque no se hubiera venido. Se debía seguir el ritmo, subir y bajar sin violencia, sin apretujarla, respirando solamente, sin gritos ni jadeos extraños que pudiera escuchar Laurita. La venida no era recíproca, ni soñarlo; nada de echar los chuchitos, nada de arañar la espalda, es más, no terminaban de salir las últimas gotas cuando levantaba al cliente. Tomaba un pedazo de papel higiénico y lo daba al usuario para que se limpiara, luego se acurrucaba sobre una bacinica de cinc, meaba, después se lavaba la torta generosamente sobre un huacal plástico y se secaba con un paño viejo. “Son cinco pesos. Que pase el siguiente”. La tarifa hacía veinticinco años era la misma, pero en aquellas épocas tener cinco pesos era como tener cien, y la clientela no era tan pobre como la de estos tiempos. Es más, antes llegaban de El Delirio, de Las Trancas y de La Breña en caballos relucientes, con monturas de cuero fino y dos pistolas al cinto; bebían cerveza como alemanes y cogían con desenfreno de dos a cuatro veces por semana. El salón pasaba lleno y la cinquera tocando una y otra vez las rancheras de Cornelio Reyna. Allí, Alicia era la delicia, la reina de las putas, la generosa; dadivosa hasta el arrebato. Gozaba cada méntula como si fuese golosina nueva; mordía y arañaba en cada acabada y musitaba al oído de sus feligreses palabrejas puercas con el más rico picante ofensivo al pundonor. Ver su cuerpo de diosa latina sobre sábanas de seda y cojines aterciopelados era una delicia sin igual y sorber sus senos ondulantes color blanco rosa era embriagarse con el néctar quimérico de mil paraísos perdidos. Pero besar el cuerpecillo eréctil de sus partes almibaradas era transportarse a la muerte misma, con la delicia de Alicia, ayudando al bien morir. Nunca faltaban los niños vírgenes a quienes llevaban por la fuerza, atados de pies y manos. “Aquí te traemos, Alicia. Hacenos hombrecito a este mamflora”. Muchos de ellos salían corriendo, pálidos y con palpitaciones, narrando los “horrores” que esa mujer se manejaba entre las piernas. En realidad la vulva de la Alicia ya no era la tierna tortita de sus años mozos, de suave y claro pelambre y angélicos labios. El trajín de los más de noventa mil falos que habían rozado sus entrañas ya había hecho mella en sus intimidades que se abrían estrepitosamente, dejando entrever una triste y fláccida lengüeta encarnada. Al hacer el amor con Alicia en sus años maduros, nadie sentía la embriaguez de los privilegiados de antaño, ni se transportaba a los mil paraísos perdidos, ni nada; era simplemente introducir la verga en un amasijo de carne floja, por no darle uso a la palma de la mano. Pero ahí estaban en el patio sus asiduos; casi todos de la nueva generación, la pobre generación que ya no gozó los soberbios burdeles y las sabrosas putas de los tiempos idos, pues el regimiento había llenado de soldados y guardias el pueblo, para garantizar que los rebeldes no tomaran el control. La oscuridad y el miedo cubrían las noches. Un cuarto a las nueve, la Alicia cerraba el cuchitril de las ilusiones. Una noche de octubre, un extraño llegó al patio del frondoso papaturro. Entró de último y le habló igual como lo hizo una tarde cualquiera, hacía muchos años en el burdel de la pelo de oro. Ella lo reconoció, y recordó aquel hecho que deleitó a toda la clientela y a ella misma, que no paraba de gozar al ver al pobre inepto con los pantalones en la mano. -¡Quiero
coger con la delicia! -¡Quiero
coger con la delicia!
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