De por qué vendí mi alma
Eugenio Barragán [@] [www]

Mi vida es penosa. Todos los días leo la prensa en la biblioteca de mi barrio. Después ceno en un restaurante sito en la esquina de mis lecturas. Es barato. Cuando camino por la calle, las personas que me conocen, saben a ciencia cierta que por allí transito yo. Tac, mi pie izquierdo. Toc, mi pierna derecha. Tic el artilugio metálico de mi pierna derecha. Nunca unas pisadas habían sido tan musicales, bueno, si no mencionamos a Fred Astaire, aunque mi insistente melodía me cansaba.

No es que estuviese acomplejado, pero es que mi vida además de triste, era miserable. No tenía problemas de trabajo, pero cobraba una pensión por invalidez bastante paupérrima. Y admiraba con envidia los astros de la televisión, del cine; los afortunados con las loterías del estado. Bueno, simplificaré, sentía celos y codiciaba la felicidad del resto del mundo. Algunas veces, creo que mi sombra reflejada en el pavimento de la calle, por la tenue luz de las farolas, se burlaba de mí. Pero sólo era una sospecha. Mi sombra era más rápida que yo, y al girarme disimulaba.

Entro en el restaurante. Siempre soy el único cliente. Me siento en una mesa cualquiera. Pido el menú económico constantemente y en el acto me sirven. Algunas veces he llegado a sospechar que me tienen preparada la comida. El jefe de cocina, y los dos camareros me observan, cuando degluto los baratos manjares, como si fuera un bicho raro en un zoológico. Pero ya estaba acostumbrado.

Tampoco converso con los chinos. Algunas palabras ocasionales, alguna reverencia, alguna sonrisa cuando les dejaba una propina, pero nada en particular. Y no me esforzaba por expresarme en su lengua es demasiado difícil para mí. Por lo que algunas veces se abalanzaba el aburrimiento sobre mi estado de ánimo, pero tan mal lo pasaba, el mismo aburrimiento, que algunas veces se reunía con nosotros el hastío. Me peleaba con ambos, pero eran tan fuertes que mientras me libraba de uno, el otro me acosaba hasta que se alternaban... Y al final me dejaba llevar por ellos. Las mujeres me huían, pero lo entendía, sobre todo, si me acompañaba por mi exquisita cohorte. Pero al menos tenía amigos, aunque no los mejores.

Y así estaba yo con mis dimes y diretes sobre mi “gratificante” vida hasta que di cuenta del último plato. Pero al ser no sé que día festivo celebraban en el establecimiento, creo que el fin de año lunar, no sé. Me invitaron a una humeante bebida que me revolvió el estómago y sentí unos deseos irrefrenables de orinar.

Ni corto ni perezoso fui al lavabo. Bajé la cremallera, pero estaba oxidada. No cedía. Incluso la forcé dando saltos por el blanco suelo de baldosas. Nada. Estaba acuciado por mi más imperiosa necesidad. Probé con pequeños tirones hasta que cedió una parte. Por la estrecha oquedad pude sacar mi pene, y vaciar mi vejiga. Qué placer, era como una especie de orgasmo. Cayeron las últimas gotas; metí mi aparato, al que hacía tiempo no le daba ninguna alegría... y rocé mi piel con el cierre. Mis ojos se achicaron en mi cara. Fruncí el ceño. Levanté mis labios. Saqué mi lengua que casi me desgajo de un mordisco. Crucé las piernas. Grité...

Y cómo si este acto fuera un acto de invocación se me apareció el demonio envuelto en llamas, fuegos de artificio y con su característico olor a azufre.

Miré al suelo, alcé la cabeza, reculé aterrorizado. Estas cosas sólo pasaban en las películas. No sabía si huir, o ofrecerle un cigarrillo. El demonio sonrió, sus ojos se encendieron como linternas rojas y me realizó la siguiente oferta mientras se mesaba su poblada perilla.

- Mira como te aburres tanto, y te consideras como una especie de cero a la izquierda podría cambiar tu vida. Te cambio tu alma por un deseo... ¿Qué te parece? ¿Aceptas?

El prepucio me dolía horrores, pero no podía ser una alucinación por este motivo. Estas cosas sólo afectan a la cabeza. Aunque como siempre opinaban de mí que pensaba con el miembro viril... Dudé... Deliberé durante un momento, y al instante le contesté con un "¡Si quiero!" lo más parecido, supongo, al de una novia en la ceremonia nupcial.

El demonio me preguntó con una gutural voz, pringándome con una espesa baba.
- ¿Qué es lo que deseas?

En la biblioteca había estado leyendo bastantes cosas, pero el libro que más llamó mi atención fue. “Escritos de un viejo indecente” de un tal Charles Bukowski. En su bibliografía se citaba que tenía un gran éxito con las mujeres, era un pertinaz borracho, y vivió durante muchos años a las mil maravillas. Era como un modelo para mí gracias a su talento.

Y por supuesto, le expresé mi aspiración.
- Deseo tener el éxito y la vida de Bukowski.
- De acuerdo. Otro día vendré a recoger tu alma...
Y desapareció en ese preciso instante. Por lo menos no me hizo firmar nada... ya tenía demasiadas letras impagadas. Incluso las coleccionaba en una caja que periódicamente los traperos me compraban.

Al instante se abrió la puerta del lavabo. Los chinos al contemplar el olor a azufre, las babas, el humo que aún se desprendía, los azulejos carcomidos y requemados estallaron en amenazas, o eso creo, por la dureza de su cara...

Yo seguía alucinado por los acontecimientos por lo que cada uno de los empleados me impartió una clase de no sé qué extraño arte marcial. Eso si con total cordialidad y con su característica sonrisa enigmática. Después de la paliza, me arrojaron por la puerta hasta la sucia calle sin abrirla antes. Desde el suelo, magullado, y con el labio partido les grité.

- ¡Qué he vendido mi alma al diablo! ¡Os arrepintiereis!

Como siempre no me comprendieron. Tampoco importaba. Terribles dudas se adueñaron de mí. Pensé que quizás sólo había sido una visión por culpa de la bebida. Quién sabe, me desmayé, y claro, una diarrea la tiene cualquiera,... aunque a Bukowski le pegaron muchas palizas en su vida. Quizás fuera el comienzo de una nueva existencia y esto era una especie de señal.

Pero esta elucubración tenía que comprobarla. ¿Cómo? Me fui a casa en taxi. Antes paré en una licorería, y compré una cuantas botellas. Si el experimento que iba a realizar no daba resultado ayunaría durante varias semanas. Pero esto era lo de menos, ya estaba acostumbrado; y no creo que desearán verme por mucho tiempo en el restaurante.

En cuanto llegué a mi casa busqué mi vieja máquina de escribir, que aún no había empeñado. Evidentemente imitaba en todo a mi ídolo. Me abrí una botella de güisqui. Me senté delante de la máquina. Puse mis manos sobre el teclado. No se me ocurría ninguna acertada idea para experimentar. Cerré los ojos. No sé si entonces alguna extraña musa guió mis dedos, pero comencé a escribir poemas como un poseso. No había intentado escribir nunca, pero de mis pensamientos surgían grandes cosas. Incluso el licor sabía mejor. En una noche compuse como unos doscientos poemas y mi hígado destiló todas las botellas que compré.

Al día siguiente, sin haber dormido, me desplacé a una editorial con el fajo de folios bajo el brazo. Pedí cita a una histérica secretaria e instantáneamente el director general de la empresa me recibió en su despacho. Le desparramé las hojas sobre la mesa y comenzó a deleitarse con mis escritos.

Cuando finalizo la lectura me ofreció un puro de una caja. Después me extendió un cheque. Al dármelo, me comentó.
- Los poemas no son malos,... pasables,... en algún sitio los podríamos colocar... pero has tenido suerte y hoy me siento magnánimo. Aún me quedaba una papeleta y deseaba tirar el talonario a la papelera.

En aquel momento no le respondí. Me encendí el puro con el cheque. Le arrojé una bocanada de humo a la cara, y le susurré con una sonrisa :
-No es bastante.

El editor se puso amarillo, se congestionó y tosió. Supuso que sería un cliente difícil y llamó a la secretaria a gritos, pidiendo otro talonario. Después de encender el tercer puro se acercó a la cifra correcta de un uno, seis ceros y el símbolo del dólar.

La vida me sonreía con todos sus dientes hermosos y sin ninguna caries. El éxito me acompañó. Mis libros se vendían como rosquillas. Hasta el aburrimiento y el hastío me repudiaron. Gané dinero mucho dinero, y todo lo que más deseaba: fiestas salvajes, los mejores habanos, alcohol, mujeres...

No pude saborear durante mucho tiempo el triunfo, pasado un par de meses se extendió mi certificado de defunción por: SIDA, cirrosis, cáncer de pulmón, y alguna enfermedad rara... Y evidentemente el demonio me llevó entre grandes carcajadas a su “edén”.

Durante mi descenso a los infiernos el diablo no paraba de mofarse mientras me obsequiaba con palmaditas en la espalda. No observaba mi cara, pero me imagino que en mis facciones se reflejaría el odio, y la insatisfacción de haber saboreado por tan poco tiempo mi arrolladora victoria.

Y allí estaba yo extrañado por el pitorreo del demonio, y además en el puto infierno con mi ti, tac, toc contemplando lo que sería mi morada durante toda la eternidad.

Y como no podía ser menos Bukowski, mi modelo, “trabajaba” allí. Lo peor de todo es que le molestaba el ruidito, ya que acto seguido se escuchaba un zas de un latigazo. Y así durante un cierto tiempo, el típico sonido del infierno se salpicó con un: tic, tac, toc, zas.

Durante mis primeros días como alma en pena me enteré de que Bukowski se aburría. Como tenía confianza con Lúcifer le edificaron una especie de cuadrilátero en una zona volcánica. Y todas las tardes peleaba con Hemingway hasta que éste pagó su pena y abandonó su calvario.

Intenté caerle simpático, y le enseñé mis poemas... Y el sonido más familiar a partir de entonces en el infierno fue tic, zas, zas, zas; toc, zas, zas, zas; tac, zas, zas, zas. No deseaba saber nada de literatura.

Pasaron algunos siglos. Mi status infernal pasó a ser de demonio de primera, y el que ahora repartía latigazos a los recién llegados era yo. Incluso, tomé confianza con Bukowski. Tanta que hasta me regaló un taco de goma para mi prótesis metálica.

Y si, Bukowski tenía razón en relación con el aburrimiento. E intentaba convencer a la legión de demonios sobre la posibilidad de construir un hipódromo. Yo le apoyé en la recogida de firmas, pero no sirvió para nada. Alegaron mil problemas burocráticos, pero a cambio nos ofrecieron una baraja de cartas. Como asimismo, nos construyeron un garito, con rocosas mesas y sillas, en la antigua tarima de boxeo.

Así todas las tardes nos la arreglábamos para jugar unas partidas de póquer en el espacio habilitado. Algunas veces intentamos invitar a Satán, pero siempre estaba reunido, además sospechaba que le solicitaríamos mejoras acomodaticias.

Aún recuerdo la última partida.

- Buk. - Parecía distraído por lo que insistí. - Charles, Charles Bukowski... estás aquí...
- Sí. - Me respondió con la mirada fijada en las cartas sin mover un músculo de su cuerpo.
- ¿Cómo es que estás en el infierno? - Le pregunté, por lo menos saciaría mi curiosidad. Durante toda mi estancia siempre me había preguntado por los hechos que habrían motivado que residiera allí permanentemente.
- Vendí mi alma... - Buk, ni se inmutó al responderme. Incluso, entre las sombras, creí observar que se sacaba una carta de debajo de su larga barba. No me importaba y volví a escupir otra pregunta. Sólo esperaba que no se enfadase ya que su carácter era terriblemente irascible y violento.
- ¿Para tener talento? - Bukowski levantó la cabeza. Sonrió. Parecía que le sometía a un interrogatorio, pero quizás éramos almas gemelas en esta especie de cadalso. Y quién sabe si podríamos fugarnos.
- No, el talento siempre lo tuve. La vendí para que el demonio cambiara mi hígado, mi estómago y mis pulmones por unos nuevos. Hacía trabajar demasiado a estos órganos...

Permanecí inmóvil, estupefacto. No me esperaba esta respuesta tan demoledora. Bukowski depositó las cartas sobre la roca donde jugábamos y añadió :
- Póquer de ases. Gano. Se me olvidaba... Mañana me encargo de la tunda de latigazos de las nuevas almas descarriadas...

 

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