"Lo siento señor, ningún taxi podrá llevarlo. El aeropuerto solo tiene acceso por vía aérea". Esa mañana yo no estaba para muchas explicaciones. Y todavía menos para comprender las arbitrarias costumbres de transporte en Gravitania. A esas horas mi mente aún no había logrado despejar los rastros de cansancio de la anterior jornada, cuando al llegar tras 26 horas de viaje ininterrumpido en bus, me vi obligado a recorrer unos 5 kilómetros con el equipaje a cuestas. Me parece increíble que suspendan el servicio de taxis a esas horas de la madrugada. Supongo que semejante mala jugada tendrá alguna relación con el lema que reza en el escudo de la ciudad: "busca la felicidad en ti mismo". No es que llegara al hotel muerto de sueño. Literalmente, llegue dormido. Ni recuerdo como me las ingenié para meterme en cama. El conserje del hotel insistía en abrumarme con explicaciones. "Justo a la salida encontrará una parada de avión. Apresúrese y todavía pillará el de las 7.30". No lo tomé por loco, precisamente porque en este instante percibí un rumor de motor a reacción como aproximándose. Salí a la calle y mi estupefacción se petrificó frente a un enorme Airbus detenido en medio del enjambre automovilístico. De alguna esquina no identificada alguien se las arregló para presentarse con la pertinente escalera móvil y, sin tiempo a reflexionar sobre el absurdo y sus consecuencias, subí junto a otros 4 pasajeros que al parecer se habían preocupado de solicitar parada con suficiente antelación. "¿Fumadores o no fumadores?". Evidentemente, necesitaba un pitillo. "Y una infusión de tila, por favor" . La mañana se me estaba indigestando. "Señores pasajeros, sean bienvenidos al vuelo 4087 de la compañía Trans Tornos destino aeropuerto de Gravitania. En orden al cumplimiento de la Normativa Internacional de Vuelos Comerciales, se procederá a mostrar las medidas de seguridad. Por favor permanezcan atentos a las indicaciones de los auxiliares de vuelo..." No solo permanecí atento, sino también atónito ante las maniobras de aproximación del aparato hacia una supuesta pista de despegue, de alguna manera enmascarada entre las calles y avenidas. Poco a poco se aceleraron los reactores y yo, observando tanto auto y transeúnte suelto por ahí, comencé a tragar saliva y a mascar tragedia. Lo más desconcertante fue detectar el desentendimiento con el que tripulación y pasajeros afrontaban la previsible catástrofe. Decidí alzar una oración, pero ninguna resultaba convincente. Así que opté por encomendarme a la Santa Matemática, esa cuyas estadísticas confirman el transporte aéreo como medio más seguro. Por fortuna el comandante pareció entrar en razones aminorando la marcha hasta detenerse. Ese repentino ataque de sensatez debe agradecerse a la incorporación de dos nuevos pasajeros en la siguiente parada. No fumadores, en este caso. "Ilusos", pensé. "No será por temor al cáncer de laringe. Si supieran en las manos de qué loco hemos caído, dejarían de albergar la posibilidad de llegar a viejos". El ceremonial de seguridad volvió a repetirse. Que si salida de seguridad a la izquierda, que si otra a la derecha, que mascarilla de oxígeno para despresurizaciones de cabina, y dale que te pego a soplar por la válvula del salvavidas. Entre tanto el artefacto había virado hacia otra avenida cuya nefasta secuencia de semáforos impedía alumbrar cualquier posibilidad de despegue. Lo peor de todo es que el avión se detenía cada dos cuadras para cargar nuevos pasajeros que solicitaban parada con inoportuna antelación. A ese paso iba a perder mi vuelo. Me refiero al que partía del aeropuerto, por supuesto. El vuelo que llevaba al aeropuerto, me estaba perdiendo a mi. 257 maniobras de aproximación mas tarde, todo permanecía relativamente igual. Habíamos recogido 47 pasajeros, transitado a través de 14 atascos automovilísticos, 3 manifestaciones de estudiantes y una procesión. Habíamos esquivado 3 ferrocarriles, 2 trenes de alta velocidad, y se frustraron otros 4 despegues por mala coordinación de semáforos. Y el resto de pasajeros inmutables. Y las azafatas venga a soplar salvavidas. "Ojalá se dispare la válvula de hinchado automático durante la inspiración de aire". Parecía claro que el reventón pulmonar era la mejor manera de librarme de esas soplagaitas de vuelo. En una ocasión el artefacto logró alzar el vuelo 4.72 metros por encima del nivel del asfalto. Pero las malas condiciones de cableado eléctrico urbano frustraron el intento. La maniobra duró escasamente 18 segundos. Todo un éxito. Durante el vuelo rasante por encima de la avenida fueron sorteados 137 peatones, 26 automóviles, 2 ferrocarriles, 4 lanchas y 1 buque. Por supuesto, los trenes se dirigían a la estación central, y los barcos al puerto. Así las cosas, no me quedó otro remedio que aplaudir la polivalencia del asfalto de Gravitania. Las normas de circulación en esa maldita ciudad otorgan prioridad en función del tamaño del vehículo. El driblaje del transatlántico resultó crítico, pero logró superarse con un saldo de dos piruetas de acrobacia aérea y un "¡uyyyyy!" generalizado. "Casi nos la pegamos, ¿eh?", me soltó el risueño anciano del asiento contiguo. En ese instante ya no logré contener mi tensión y me derrumbé entre sollozos. Pero lo que más me abrumaba era precisamente sentirme el único abrumado. El resto de pasajeros encajaba la situación con absoluta parsimonia. Solo las azafatas resoplaban de tanto en tanto, aunque sólo fuera por razones de Normativa Internacional. Ante mi desesperación, el anciano accedió a revelarme la particularidad de algunos usos y costumbres en Gravitania, la ciudad que él pretendía abandonar desde hacía 97 meses. "Precisamente los mismos que llevo intentando alcanzar el aeropuerto", puntualizó. Me contó cómo todo fue producto de un fatal error urbanístico. Los arquitectos aplicaron nuevas tendencias vanguardistas según las cuales sólo es posible diseñar recintos puros. Por recinto puro se entiende , por ejemplo, una estación de ferrocarril dotada únicamente de andenes, sin paradas de taxi o bus anexas. O puertos que tan sólo incluyan embarcaderos, sin posibilidad de acceso al mismo por otros medios de transporte. O, como no, aeropuertos solo accesibles por vía aérea. Como resultado de tamaño disparate, nadie había logrado escapar de Gravitania desde su fundación. Los visitantes quedaban atascados en la ciudad como quien penetra en un agujero negro. Y los grupúsculos subversivos que pretendían alterar el orden urbanístico, eran sistemáticamente sometidos bajo el yugo de la dominante Asociación de Comerciantes Entusiasmados, opuestos a renunciar a esa fuente inagotable de clientes. Semejante aberración urbanística alcanzaba a todo tipo de establecimientos. Solo podía accederse a los hospitales en ambulancia, y a las ambulancias previa demostración de enfermedad. A los templos sólo se acudía en procesión, a las escuelas instruidos, a los prostíbulos excitados y a los cementerios con los pies por delante. Si alguna plañidera pretendía acompañar a un muerto hasta se tumba debía dejarse sacrificar en la entrada. Esas particularidades habían convertido Gravitania en la meca espiritual de la autosugestión. No era posible obtener ningún servicio social sin previa autosatisfacción del mismo. Pero nadie se engañaba: los organismos públicos se desentendían del bienestar de la ciudadanía explícitamente, "buscad la felicidad en vosotros mismos". Y éstos, cuando así la encontraban, renunciaban para siempre jamás a abandonar Gravitania. Cualquier deseo, incluso los de huida a otras ciudades, podía resolverse por autosugestión. Completamente desquiciado, opté por prescindir de las explicaciones del anciano, y ante la septuagésimo tercera representación de azafatas sopla-válvulas resolví que ya me habían hinchado suficientemente las pelotas . "¡A ti voy a hincharte los morros!". Y me abalancé sobre los mismos dispuesto a devolverle mis particulares demostraciones de soplado. En este punto conviene advertir que la inicial furia de la acometida fue rápidamente neutralizada por la tierna sensualidad de los labios de la damnificada. Al parecer, también ella se percató de la estupidez de esas recomendaciones gubernativas sobre buscar la felicidad en uno mismo, y resolvió revolverla en los meandros de un beso tornillo. Y ya se sabe. En cuestiones de catástrofes aéreas, el pánico se propaga rápidamente entre el colectivo. El resto del pasaje, auxiliares de vuelo, sobrecargos y comandante se contagiaron de nuestro altruista intercambio de ternura, dejándose llevar por similares escenas tornillo cuyos detalles obviaré por simple pudor, pero que resultaron determinantes para convencer a los integrantes del vuelo 4087 que de una vez por todas debían abandonar esa prescindible ciudad. Por primera y última vez alguien logró escapar del magnetismo de Gravitania.
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